Leonardo Padrón / Caraota Digital
Andamos con el ánimo devastado. Tratando de entender cómo lamernos las heridas. Porque son demasiadas. La tormenta ha sido tan larga y feroz que solo nos rodean escombros. No hay un árbol de pie en la faena por la democracia. La dictadura lanza graznidos de victoria. Mientras, sus manos chorrean sangre de venezolanos de todas las edades. El final de este tumultuoso capítulo de protestas que se inició en abril del 2017 exhibe cadáveres demasiado jóvenes, gente herida para siempre y hogares destruidos. Una de sus primeras consecuencias es la nueva y brutal estampida de emigrantes. Muchos con el cuerpo aun lleno de perdigones están hoy armando la maleta del mientras tanto o el más nunca. Deambulan resignados entre el hogar y el pasaporte, con el horizonte tapiado de bombas lacrimógenas. En gran parte de la sociedad civil ondea el humo de la depresión. En los círculos familiares y chats vecinales solo se habla de desánimo y frustración. Sobra quien le endose la factura de este terremoto a la MUD, uno de nuestros culpables preferidos. Sin duda, la coalición opositora tiene una gran responsabilidad en el tamaño de nuestro desaliento. Ellos mismos no lograron entender la naturaleza amoral del enemigo. Ni siquiera en sus pensamientos más maliciosos (que escasearon, lamentablemente) avistaron que la dictadura sería capaz de asesinar a más de 150 personas con tanta desvergüenza. Quizás es hora de entender que estamos lidiando contra un cártel internacional cuya principal droga es el poder. Algo inédito. En países como Colombia o México los carteles de la droga han permeado la clase política y el mundo empresarial, pero ninguno se ha hecho dueño de un país entero. Venezuela es la mercancía. Ellos, los dealers. CLIC AQUI para seguir leyendo...
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