Fausto Masó / El Nacional
Un “no” sofocante invadía la sociedad venezolana en los años noventa. Era un gran “no” al empobrecimiento, a una forma de hacer política. Era un “no” tremendamente ignorante; en realidad, la sociedad venezolana era una democracia triunfante que soportaba una crisis pasajera. Sin embargo, disminuía la movilidad social, la política caía en manos de macroeconomistas, asesores, publicitarios y juristas; aumentaba la distancia entre la experiencia diaria del ciudadano y el discurso oficial. Chávez aprovechó una puerta entreabierta, el país apoyaba cualquier aventura; voces aisladas tocaban histéricas campanas de alarma, unánimemente se pedía reemplazar el bipartidismo, el sistema político ideal para una democracia. Cuando Venezuela se empobreció, los partidos echaron mano de las ideas que venían de Washington para modernizar la economía: acentuaron el descontento popular. Los venezolanos eligieron para un segundo período presidencial a un líder antipartido, Rafael Caldera (1993-1998), y, a continuación, a un golpista. CLIC AQUI para seguir leyendo...
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