El liderazgo se conseguía antes en América Latina desde un balcón; ahora ante las cámaras. Chávez y Uribe son maestros en el arte del culebrón político, al que se acaba de incorporar toda una estrella, Betancourt
IBSEN MARTÍNEZ
25/07/2008
El País – España
http://www.elpais.com/articulo/opinion/Telepopulismo/horario/estelar/elppgl/20080725elpepiopi_14/Tes
Los venezolanos vimos por vez primera a Hugo Chávez en una cadena de televisión y en horario estelar vespertino hace ya 16 años. Cautivo del Ejército, el entonces cabecilla de una fallida intentona golpista recobró la iniciativa política en una memorable aparición ante las cámaras.
Había órdenes muy claras, impartidas por el propio presidente Carlos Andrés Pérez, de mostrar en televisión a Chávez esposado, despojado de insignias y leyendo un mensaje pregrabado en el que invitase a los facciosos a rendirse. Pero los atribulados mandos militares, en la premura del caso, prescindieron de grabar previamente la alocución del capturado jefe insurrecto que, en principio, no estaba dirigida al expectante país en pleno, sino solamente a los sublevados.
En consecuencia, las cámaras mostraron en vivo al desconocido y joven oficial rebelde que todo el mundo ansiaba ver y escuchar. Sus guardianes, por cierto, lucían más asustados que el cautivo, quien pronunció entonces la que quizá haya sido la alocución más corta en la moderna historia política venezolana. También la más productiva, electoralmente hablando.
Comenzó con un "Buenos días a todo el pueblo de Venezuela". Seguía un "mensaje bolivariano" a sus compañeros, imponiéndoles que "lamentablemente, por ahora, los objetivos que nos planteamos no fueron logrados en la ciudad capital".
Sólo 19 palabras -muy pocas, en verdad, para lo lenguaraz que nos ha salido el Máximo Líder-, pronunciadas en menos de 50 segundos y de las que la porción más empobrecida del teleauditorio recordaba al día siguiente una sola frase. Los menesterosos y los descontentos de toda Venezuela dieron en repetir sentenciosamente "por ahora" como un mantra o una jaculatoria, hasta el día de 1998 en que votaron mayoritariamente por él.
Habían visto, en "tiempo real" y en la pantalla de sus televisores, el nacimiento de un paladín populista, algo que en el pasado tomaba todo el tiempo que la transmisión oral tarda en dar forma simbólica a las cosas. En el pasado -en lo que hoy los estudiosos llaman "primera" y "segunda" oleadas del populismo latinoamericano-, la cosa iba casi exclusivamente de oratoria y balcones.
"¡Denme un balcón y seré presidente!", llegó a clamar jactanciosamente el ecuatoriano José María Velasco Ibarra, quien, entre 1934 y 1972, pasó cinco veces de un balcón a la presidencia de su país. Me apresuro a advertir que en cuatro de esas ocasiones Velasco fue depuesto tras un pronunciamiento militar. Nunca más le dejaron asomarse a un balcón. ¿Y qué decir del populismo argentino, arquetipo continental del morbo, y el balcón de Eva Perón?
Definiciones muy encontradas sobran hoy de lo que podrá ser esa proteica y casi centenaria forma política que ha sido el populismo en nuestra América. Según se otorgue primacía a lo económico, lo institucional o lo simbólico, tendremos, por ejemplo, las de Rudiger Donrbusch y Sebastian Edwards, las de Michael Conniff, Jorge Basurto y la del extravagante posmarxista Ernesto Laclau.
Hoy en día, un buen indicio de que se está en presencia de una de nuestras "democracias no-liberales" y populistas se halla en el uso y abuso que el poder aspire y logre dar a los medios radioeléctricos. Y en esto, ¡ay!, no es Chávez el único espécimen. Cierto: Chávez le tomó tanto aprecio a los resultados obtenidos en esos sus primeros 50 segundos de alocución en vivo que no ha hallado modo de saciar su berluscónica ambición de hegemonía mediática: ha fundado Telesur, especie de Al Yazira suramericana, y clausurado, sin más, canales opositores.
Pero lo crucial para este juicio, creo yo, es saber no sólo si el gobernante tolera o no la discrepancia y la crítica de los medios, sino de qué artimañas, en apariencia lícitas e inofensivas, se vale para impedirlas.
Álvaro Uribe, en la vecina Colombia, es sin duda la antípoda política de Chávez -civil, partidario de las leyes del mercado, enemigo jurado de las FARC, aliado militar de los Estados Unidos, etcétera-, pero, al igual que su par venezolano, hurta el cuerpo, en cada campaña electoral, a los debates televisivos con los candidatos que le adversen.
Uribe prefiere hacer una demostración práctica, en un programa frivolón de horario televisivo estelar, de cómo el Kundalini yoga le brinda serenidad de espíritu en mitad de la guerra que libra con las FARC. Se aviene en esas ocasiones a lagrimear en primerísimo primer plano mientras evoca, una y otra vez, la trágica muerte de su padre, pero no se expondría jamás de buen grado a responder una pregunta directa hecha por un reportero sobre su hasta ahora inocultable vocación de perpetuarse en el poder.
Al igual que Chávez, Uribe suele hacer sorpresivas llamadas telefónicas a programas radiofónicos de opinión política. Lo hace con sus suaves modales antioqueños, impostando ser un escucha más, interesado en hacer oír su parecer.
Sólo que Uribe no es un escucha cualquiera: es el carismático presidente de Colombia, acaso en este momento sea también el hombre más poderoso de su país, y lo que suele pasar es que termina por acaparar el resto del tiempo del programa, sin permitir preguntas. En descargo suyo hay que decir que, a diferencia de Chávez, las llamadas de Uribe no parecen previstas en guión alguno.
Chávez, en cambio, simplemente no corre riesgos y sólo hace llamadas a programas conducidos por gente que le es afecta, transmitidos por la red estatal que Chávez ha confiscado, sin melindres, para sus propios fines partidistas. Es entonces cuando, por ejemplo, anuncia destituciones de ministros, a quienes expone al escarnio público por su incompetencia o falta de espíritu revolucionario.
Bill Moyers, un veterano productor estadounidense de televisión pública, afirma que las ideas complejas, políticas o de cualquier otro tipo, no se pueden ventilar como es debido en la televisión actual. "La tecnología de la televisión -dice Moyers- lo vuelve todo plano y, al hacerlo, desciende al más bajo común denominador, desprovisto de matices, sutileza, historia y contexto, con lo que sólo se convierte en promotora de consenso, ¡y a menudo de cualquier consenso!, casi siempre el más elemental y fascistoide, aunque desde luego, los productores proclamen no intentar imponer éste al público".
Sea por ciencia infusa, o porque los populistas latinoamericanos de hoy lean a escondidas a gente como Moyers, lo cierto es que, cada día que pasa, el uso que los Chávez, los Uribes, los Morales y hasta los esposos Kirchner dan a los medios radioléctricos procura acallar el debate y la crítica y promover tan sólo elementales consensos, ya sea en torno a un indefinido "socialismo del siglo XXI" o al muy controvertido Plan Colombia.
Momentos estelares de estas fábricas de obnubiladores consensos han sido las dos superproducciones mediáticas que, Chávez de un lado y Uribe del otro, nos han ofrecido en los últimos meses a propósito de los rehenes cautivos de las FARC.
Una de ellas, la venezolana Operación Emmanuel, buscaba promover consenso en torno a la socarrona "mediación" de Chávez y ungirlo como el único hombre en el continente capaz de liberar a los rehenes. Como se sabe, Oliver Stone hubo de regresar a casa sin poder rodar un pie de película.
La colombiana Operación Jaque, bien que en sí misma ejecutada incruentamente por el ejército colombiano, brindó a su vez ocasión para vindicar las opciones militares favorecidas por Uribe, ejecutadas por su ministro de Defensa, Juan Manuel Santos, el candidato presidencial in péctore de Uribe.
En el negocio del espectáculo suele decirse que la cámara no parpadea. Por eso ni el más previsivo de los productores ejecutivos de un reality show pudo presentir la irrupción de una espontánea llamada Ingrid Betancourt, la rehén que emergió de la selva para hablar ante las cámaras, con el mismo sorpresivo aplomo con el que Hugo Chávez soltó su "por ahora".
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